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Cuzco Tren a Machu Picchu
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José Fajardo

Huir del soroche entre Cusco y Machu Picchu

Serjio74's/Shutterstock.com

Sólo una vez he sufrido el mal de altura. Fue en Bogotá hace un par de años y probablemente por mi culpa: regresé a mi casa en la capital de Colombia tras pasar unas vacaciones en Madrid para ver a mi familia y decidí salir esa misma noche de rumba. Al día siguiente me quería morir. Pensé que era el guayabo (la resaca colombiana) pero el malestar era mucho peor: la cabeza me daba vueltas como si sufriera vértigo, no podía incorporarme y tenían náuseas constantes. Pasé uno de los peores días de mi vida.

Por eso cuando tuve la oportunidad de viajar a Perú para conocer Cuzco y el Machu Picchu lo primero que hice fue informarme de cómo combatir el soroche (así conocen allá al mal de altura). Bogotá es una ciudad alta, que te deja sin respiración los primeros días con sus 2.600 metros sobre el nivel del mar, pero es que Cusco se eleva hasta los 3.400 metros. Sus cielos son imponentes: en un mismo día pueden pasar de un azul cálido como el del mar a una devastadora tormenta negra.

Cuzco aún conserva los vestigios del arte indígena que conviven junto a las construcciones religiosas que venían de Europa.

¿Cómo logré salvarme? Fácil: siguiendo los consejos de los locales. Pese a los trucos que había escuchado antes del viaje (aspirinas, ungüentos, técnicas de respiración) lo más efectivo fue beber a sorbitos té de coca y, al hacer ejercicio, mascar directamente los hojas de coca formando una masa verduzca que se coloca debajo de la lengua o en los bordes de los dientes, saboreando sus esencias poco a poco.

El miedo se me quitó pronto al llegar a Cusco, la antigua capital de los incas antes de que llegaran los conquistadores españoles, cuyo nombre en quechua significa «el ombligo del mundo» por el lugar primordial que jugaba frente al universo. Su belleza quizá es el reflejo de esa herencia: aún conserva los vestigios del arte indígena que conviven junto a las construcciones religiosas que venían de Europa.

Plaza Cuzco Perú

hecke61/Shutterstock.com

La Plaza de las Armas es el centro neurálgico de la ciudad, presidida por la imponente catedral. En su interior me llamó la atención el cuadro ‘La última cena’ interpretado por el artista quechua Marcos Zapata, quien imaginó que el plato más sabroso del banquete sería un cuy asado. Este roedor representa uno de los símbolos nacionales, es icono de su fabulosa gastronomía e incluso se ha convertido en un personaje de cómic a manos del dibujante Juan Acevedo. Vale la pena también visitar la Iglesia de la Compañía de estilo barroco andino y relajarse tomando un bocado en una terraza mientras se observa el trasiego de la plaza.

Mi barrio favorito de Cuzco es San Blas, una encrucijada de calles empedradas y serpenteantes que suben y bajan mientras los artesanos y diseñadores locales se afanan por llamar la atención del turista. Ofrecen desde prendas elaboradas con lana de alpaca hasta paquetes turísticos para visitar el Valle Sagrado de los Incas, una ruta por monumentos arqueológicos y pueblitos indígenas que transcurre entre ríos que atraviesan los Andes. Aunque ya tengo más camisas estampadas de las que podría ponerme, en Cuzco me compré una blanca con el logo de un corazón atravesado por un relámpago.

Su gastronomía en una de las más prestigiosas del mundo.

Cuzco es una ciudad relativamente segura en los parámetros de Latinoamérica, abierta al turismo, con gente agradable que hace gala de esa personalidad paciente y educada que se respira en Perú. Por la noche hay que perderse en los «baresitos» de San Blas, tomar unos pisco sour o chilcanos, escuchar música en directo, compartir experiencias con otros visitantes o, mejor aún, conocer a la gente local y echar unos bailes.

Otros planes que recomendaría a los que vayan por primera vez es pasear por los alrededores de la calle Hatun Rumiyoq, donde está el muro del antiguo palacio del Inca Roca, quien vivió en el siglo XIV. Allá hay que fijarse bien en la piedra de los 12 ángulos, Patrimonio Cultural del país por la destreza de su construcción y que aparece grabada en las botellas de la cerveza local Cusqueña como símbolo de la marca.

Sin duda, no hay que dejar de degustar en Cuzco los excelentes bocados peruanos, ya sean ceviches, tiraditos u otras delicias que han convertido a su gastronomía en una de las más prestigiosas del mundo. Quizá no tenga tanta variedad como la capital, pero en casi todos los lugares vas a comer bien. Lima es más moderna y cosmopolita pero Cusco conserva un encanto especial.

Aguas Calientes Perú

Simon Mayer’s/Shutterstock.com

El periodismo es una profesión hermosa aunque no da para grandes lujos. No pude pagar un boleto en el tren Hiram Bingham, uno de los más célebres del mundo por su carruajes de estilo años 20 de madera, con telas delicadas y accesorios de otra épocas, que atraviesa el Valle Sagrado hasta llegar al cañón del Urubamba en un viaje amenizado por música en directo y una selección de productos gourmet para picar. Me conformé con el tren que se toma en Ollantaytambo y, la verdad, la experiencia fue increíble: por suerte las vistas no hay que pagarlas.

Si no haces el Camino Inca, que puede demorar entre dos y cuatro días andando, el tren es la única forma de llegar al santuario histórico. El destino final es Aguas Calientes, la última parada antes de contemplar las ruinas del Machu Picchu. Es uno de los sitios más peculiares donde he estado en mi vida, no sé por qué pensé en la Interzona que imaginó William S. Burroughs, más bien por ese concepto de lugar en ninguna parte que conecta a personas en tránsito. Es un sitio bullicioso por donde pasan las vías del tren y los negocios para montañeros se confunden con las cantinas y los hostales.

Aguas Calientes, la última parada antes de contemplar las ruinas del Machu Picchu.

Al día siguiente toca madrugar, se puede llegar a las ruinas en autobús o superar a pie ese último tramo del Camino Inca. En mi caso opté por la primera opción para llegar a Machu Picchu descansado. Según se iba a desarrollar el resto del día, hice bien. Iba junto a tres amigos periodistas, junto a los que subí por las empinadas escaleras de piedra hasta llegar al punto donde se contemplan las imponentes terrazas.

Una vez ahí es buen momento para abandonarse a las ensoñaciones: ¿para qué serviría este lugar cuando se empezó a construir, a mediados del siglo XV? ¿todavía hoy esconde algún secreto? Es un símbolo de grandiosidad plagado de misterios: ¿cómo pudieron los incas levantar este lugar sin las técnicas modernas de construcción? Pensar en estas cosas mientras paseas entre sus pastos verdes donde se rebozan las llamas es, pese a la enorme cantidad de turistas (desde 2019 hay un control estricto del número de visitantes), algo mágico.

Machu Picchu Excursionistas Tumbados

Ksenia Ragozina’s/Shutterstock.com

Ascender al Huayna Picchu, el pico de la cordillera andina que se ve en todas las fotos detrás de las terrazas del Machu Picchu, es sin duda recomendable. Nosotros subimos relajados, mascando hojas de coca para evitar el soroche. Íbamos por nuestra cuenta, deteniéndonos cuándo y dónde queríamos. En la cima surgió la duda: bajar por el mismo sitio o dar un rodeo para ver el Templo de la Luna. Yo lo tenía claro: no estaba cansado, me encanta andar por naturaleza y pensé que era una oportunidad única, quizá nunca más podría volver a este lugar.

Huayna Picchu es el pico de la cordillera andina que se ve en todas las fotos detrás de las terrazas del Machu Picchu.

Uno de mis amigos prefirió bajar rápido mientras los otros tres emprendimos el camino más largo, en gran parte convencidos por mi insistencia. Fue una experiencia que ahora, en la distancia, creo que tuvo algo de mística. Una de mis amigas comenzó a mostrar signos de fatiga, se tropezaba y empezó titubear. Nos pegamos a un guía local que intentaba tranquilizarnos: «Concéntrense sólo en el siguiente paso que van a dar».

Un chico argentino que andaba desubicado se nos unió por el camino. Me confesó que había ingerido hongos alucinógenos, se le veía de verdad atrapado con las telas de araña, el vuelo de los mosquitos, cualquier detalle en la inmensidad de las selvas debía suponer un alucinante universo para su mente distorsionada. Corría un peligro grave de deshidratarse. Mientras, el guía iba recolectando con disimulo hierbas por el camino y cuando le preguntábamos qué hacía, disimulaba: «No he cogido nada».

Atravesamos puentes colgantes y senderos estrechos, las vistas eran imponentes desde lo alto. Hacia el final del camino, tras varias horas (avanzábamos realmente despacio), el sol se abrió paso entre la lluvia fina y nos sorprendió el arcoíris más hermoso que haya visto jamás. Nos abrazamos todos: mis amigos, el guía y el argentino, al que ya se le iban pasando los efectos. Cuando llegamos al final nos esperaba mi amigo, el que se precipitó a bajar por el lado más fácil. Nunca lo ha reconocido pero estoy convencido de que le hubiera gustado vivir esa experiencia junto a nosotros. Habrá que volver juntos.

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